La agonía de la democracia
Juan Luis Requejo Pagés
KRK Ediciones (Oviedo), 2020
Cuadernos de
pensamiento, 35
69 pp.
9,95 €
ISBN:
978-84-8367-690-5
Las condiciones de la democracia moderna —es decir, de la democracia representativa ordenada al fin de la libertad individual, con su variable social característica del modelo europeo— están desapareciendo con el declive de la razón ilustrada, que era una razón vocacionalmente científica y profundamente escéptica, abierta siempre a la revisión e instalada en la duda por sistema. La perspectiva que se insinúa en este contexto no permite aventurar los mejores augurios para la supervivencia de la democracia, tanto más necesitada de la razón crítica cuanto más grave es la amenaza que supone para sus principios la vocación totalitaria del capitalismo digital.
El 16 de enero de 2020 tuvo lugar en el Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales un seminario conmemorativo del centenario
de la publicación del libro de Hans Kelsen De la esencia y valor de la
democracia. Acompañando a los profesores Manuel Aragón Reyes y Javier Jiménez
Campo, aproveché mi participación para preguntarme por el estudio preliminar
que podría preceder a una nueva reedición española de aquel pequeño ensayo.
Cada uno de los que se escribieron en su día con motivo de las sucesivas ediciones
que ha conocido la obra entre nosotros se han centrado en aquellos aspectos de
la democracia que resultaban más interesantes en el contexto de las
preocupaciones de su respectivo momento histórico. La primera, de 1934, no tuvo
ciertamente necesidad de ningún estudio preliminar que la justificara, pues las
circunstancias trágicas de aquel año se bastaban para explicar la oportunidad
de una defensa de la democracia como la intentada por Hans Kelsen. La edición
de 1977, a cargo de Ignacio de Otto, daría cuenta de la crítica kelseniana del
marxismo y de la dialéctica entre la democracia formal y la democracia social,
cuestiones ambas inexcusables en el horizonte intelectual de aquellos años. En
fin, si la edición de José Luis Monereo Pérez (2002) se ocupaba, con carácter
general, de la idea de la democracia en el conjunto de la obra de Hans Kelsen,
la mía de 2006 iba precedida de una nota que cifraba en la globalización el
problema por excelencia, entonces, de la idea de la democracia.
¿Cuáles son, a la altura del primer cuarto de este
siglo, las cuestiones que serían insoslayables en un estudio sobre la
democracia que tome pie en las reflexiones ya centenarias de Hans Kelsen? Se me
ocurre que son cuando menos tres y que cada una de ellas se cifra en un peligro
para su supervivencia. De esos peligros me ocupo con mayor detalle en el texto
de la ponencia del seminario de enero de 2020, que se ha publicado en el número
118 de la Revista Española de Derecho Constitucional. Lo que aquí sigue es una
síntesis muy apretada.
I.
El primero de los peligros es el de la
reconstitución del mito de la democracia directa. La fantasía digital nos está
llevando a desandar el camino que nos había alejado de las concepciones míticas
de la libertad, la igualdad y el pueblo, conduciéndonos a una idea de la
democracia cuya esencia no es ya la de un simple método de formación de la
voluntad del Estado, sino el de la identidad efectiva entre los gobernantes y
los gobernados. El mito, en fin, de que, al cabo, sólo es libre quien no obedece
más que a su propia voluntad.
Por el lado de los individuos, esta ensoñación
exime al ciudadano de la obediencia a la ley que le disgusta, legitimándole
para cuestionar la legalidad a cada instante y exigir su revisión permanente,
en un procedimiento legislativo siempre abierto e inacabado. Porque no se trata
sólo de la democracia directa, sino también de la democracia instantánea, en la
que las generaciones vivas –del momento exacto y preciso– se imponen sin
consideración alguna a la obra de las generaciones muertas.
Por el lado de los gobernantes, el efecto de esa
fantasía es, entre otros, el de la tentación de la irresponsabilidad, como
demuestra el renovado entusiasmo por el referéndum, institución que en la
práctica de los últimos tiempos se ha pervertido como un instrumento que, o
bien permite al gobernante hacer dejación de su obligación de decidir, o bien
se utiliza para resolver cuestiones que, por su complejidad, no son accesibles
a la alternativa simplista y binaria característica del referéndum, ni, en
razón de su gravedad y transcendencia, se avienen a las soluciones
irreversibles. Y, sin embargo, prisionero del instante y de la algarabía que ha
ocupado el lugar de la vieja opinión pública, el gobernante se convierte en
víctima propicia de la ilusión de la voz del pueblo, incurriendo torpemente en
la tentación de darle la palabra. Con ello traslada la responsabilidad de
decidir a quien no puede ser responsable del perjuicio que eventualmente
resulte de lo decidido; ni siquiera cuando quienes más sufren las consecuencias
de la decisión son aquéllos que han sido confundidos con el pueblo.
La crisis del parlamentarismo es hoy, en
definitiva, la crisis de la legalidad, lo que supone que no sólo se pone en
riesgo una forma específica de creación de la voluntad del Estado, sino la
existencia del Estado mismo, que, o es sujeción obediente a la voluntad
objetivada en el ordenamiento, o se diluye en los rigores de la pura causalidad
natural y, por tanto, en el imperio de la fuerza ingobernable.
II.
La reconstrucción del mito democrático afecta
también a los actores privilegiados de la democracia parlamentaria, los
partidos políticos. Una de las grandes paradojas de la democracia –una de
tantas– es que los partidos políticos, inexcusables para su realización
práctica, son estructuralmente reacios a la lógica democrática. Sin embargo, es
justamente su marcada pulsión autocrática la que hace posible la configuración
de su identidad ideológica y la definición racional de su estrategia política,
condiciones necesarias para cumplir con su cometido de contribuir a la formación
de la voluntad general.
Con todas sus deficiencias orgánicas y
funcionales, los partidos políticos tradicionales han sido capaces de arbitrar
una cierta institucionalización de las opciones ideológicas adecuadas a las
distintas sensibilidades políticas presentes en la sociedad. Ello ha sido
posible gracias a la existencia de un núcleo dirigente dotado de la autonomía
necesaria para la definición de la identidad del partido y para la
configuración y ejecución de sus programas, aunque siempre bajo el control y la
supervisión de una pluralidad más o menos acusada de distintas sensibilidades o
familias, articuladas orgánicamente como instrumentos de contrapeso en la
propia estructura del partido. Un sistema, en fin, en el que frente a una
dirección homogénea y hegemónica se erige una oposición vigilante en aras de la
garantía de la personalidad ideológica del partido y de la fidelidad a sus
programas.
La democracia directa ha terminado también con ese
modelo de partido. Remedando la invocación al “pueblo” que ha servido para la
perturbadora, por distorsionada, recuperación del referéndum, el recurso a las
denominadas “bases” de los partidos políticos para la selección de sus
dirigentes y para la definición de sus estrategias ha traído de la mano tanto
la despersonalización de los partidos como la inevitable instalación del
cesarismo.
Por lo que hace a lo segundo, la designación de la
cabeza del partido por parte de sus afiliados o simpatizantes supone prescindir
de las instancias representativas del partido político para valerse
directamente de una pluralidad heteróclita y difusa que confiere al elegido una
posición de dominio sencillamente incontestable que hace inútil toda oposición
y control internos. La práctica añadida de confiar a las bases la decisión de
las grandes cuestiones estratégicas –cuando no la de las minucias de orden
puramente doméstico– propicia hasta el extremo la huida de los dirigentes hacia
la irresponsabilidad. No sólo por lo que tiene de dejación del deber propio,
sino también, y acaso sobre todo, porque, de nuevo, se traslada la
responsabilidad a quien no puede ser hecho responsable.
Los partidos políticos pierden así todo atisbo de
racionalidad y se convierten en meros instrumentos para la gestión de la
ocurrencia, lo que les inhabilita por principio como actores fundamentales para
la ordenación racional del proceso que permite la reducción a unidad de la
pluralidad de las voluntades políticas individuales; para la conformación, en
definitiva de la voluntad general.
III.
La democracia se enfrenta, por último, a un tercer
problema. El más grave, por ser también el más radical. Si la esencia de la
democracia es, para Kelsen, su condición de método de producción de la voluntad
del Estado a través de una asamblea elegida por sufragio universal, su valor
radica en que constituye el método más pertinente para determinar el contenido
de la ley en un contexto en el que no es posible, por principio, identificar
racionalmente el bien y la verdad.
El presupuesto de la democracia es la
incertidumbre acerca de lo bueno y de lo cierto. La inexistencia, en
definitiva, de valores absolutos y la necesidad, por tanto, de hacer posible la
formalización normativa de todas las concepciones (relativas) de la verdad.
El universo digital que ahora habitamos es fruto
de una revolución que, además de tecnológica, ha sido ante todo conceptual,
como sólo pueden serlo los cambios que, afectando a la percepción misma de la
realidad, hacen necesaria una verdadera reconstrucción intelectual del mundo.
El construido por la racionalidad occidental se ve seriamente amenazado por la
racionalidad puramente inductiva que es consustancial a la gestión masiva de
datos. Si aquélla se fundamenta en el principio de causalidad, el de esta
última lo hace en el de correlación, que permite analizar fenómenos complejos
sin conocer y comprender sus causas, pero llegando al punto de alcanzar lo más
parecido a la certidumbre.
La democracia que viene, a la que ya cabe
caracterizar como una democracia vigilante, será la de un Estado cuyo
conocimiento del individuo le permitirá no sólo anticipar el sentido de su
conducta, sino también condicionarlo y, en último término, programarlo. Contará
para ello con una información tan exhaustiva y, en particular, con una
capacidad de correlación tan extraordinaria, que llegará a desaparecer toda
incertidumbre acerca de la sucesión de los fenómenos de la realidad física, de
la económica y de la social. No será necesario el recurso a ninguna mano
invisible para completar la lógica de la causalidad, ni tendrá sentido
aventurar soluciones para dirigirla en uno u otro sentido, pues desaparecerá
necesariamente para dar paso a las últimas leyes de aquella lógica, todavía hoy
desconocidas.
Si la libertad no es otra cosa que la respuesta
racional a la incertidumbre, con la certeza prometida en el universo digital no
habrá lugar para la conducta libre o será un espacio mucho más reducido que el
acostumbrado.
¿Supone esto el principio del fin de la
democracia? De momento, sin duda, su agonía.
Juan Luis Requejo Pagés
Profesor titular de Derecho Constitucional de la
Universidad de Oviedo
Juan Luis Requejo Pagés (Oviedo, 1961) ha sido profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo hasta su ingreso en el cuerpo de Letrados del Tribunal Constitucional (1998), institución en la que ha dirigido su Servicio de Estudios, Biblioteca y Documentación (1999-2010). Desde 2010 sirve como Letrado en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. En Krk Ediciones ha publicado El sueño constitucional y ha sido el traductor y editor de las obras de Hans Kelsen De la esencia y valor de la democracia y La teoría del Estado de Dante Alighieri.
J.
L. Requejo: La agonía de la democracia | El Imparcial
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